Panico en el Congreso

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CORTES Y DESVÍOS EN LA RUTA 5 SUR

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LA IMAGEN QUE HABLÓ AL MUNDO

LA IMAGEN QUE HABLÓ AL MUNDO
Roberto Candia, Agencia AP. Foto tomada en Pelluhue, Región del Maule.

jueves, 18 de marzo de 2010

QUIERO QUE LEAN ESTO 1

RECUERDEN, EL TERREMOTO FUE A LAS 3;34 am. EL MAREMOTO, EN LA ISLA, 1 HORA DESPUÉS.

LA ISLA DE Juan Fernández sale a flote

Cuando el maremoto le pegó una mascada a la isla de Juan Fernández, se llevó a varios isleños. Algunos murieron. Otros desaparecieron.

El océano está tranquilo, el sol bien fuerte y Juan Fernández, majestuosa a la distancia, va quedando atrás. Son las 11 de la mañana del 5 de marzo, y Marcelo Rossi -moreno, por estos días serio, buzo, dueño de la empresa turística Refugio Náutico, 13 años de residente en la isla- pilotea un bode zódiac y se adentra en el mar. A su lado, mirando atento el agua que tanto conoce por arriba y por abajo, lo acompaña su colega Pedro Niada, hace diez años residente de Juan Fernández, operador turístico también y dueño de lo que era el hostal-casa Pez Volador.

A lo lejos se ve algo flotando. Marcelo acerca el zódiac. Es un gran pedazo de zinc y madera, navegando como una balsa a la deriva.

"Este es mi techo", dice Pedro.

Es viernes, ya han pasado siete días desde que un terremoto azotó a Chile, haciendo que cuarenta minutos después el mar se tragara la bahía Cumberland en Juan Fernández, dejando media isla desolada y media isla intacta, y a varios hostales, a la municipalidad, la iglesia evangélica y cincuenta casas y más negocios quizás dónde.
Y porque con esa mascada el mar mató a diez y, además, todavía no devuelve a otros seis, los buzos isleños abren los ojos en el agua para encontrar cuerpos en vez de langostas, antes de que pasen más días y el Pacífico no los devuelva más.

Hasta el jueves, eran ocho los desaparecidos, pero Maite Arredondo Recabarren, de 13 años, apareció en una desembocadura. Su funeral se hizo en el cementerio, ya más limpio de escombros. En la noche apareció Matías Brito, de ocho años, uno de los tres alumnos de segundo básico que desaparecieron. Salió a la superficie cerca de la fragata Condell, que hoy, junto a la fragata Latorre, custodian la isla desde el mar. Esta mañana su cuerpo volaba en un helicóptero, junto a su familia, para ser sepultado en Valparaíso. Se suman a la lista de muertos que incluye a varios isleños y a turistas, como la bióloga marina Paula Ayerdi.

Marcelo y Pedro están en el zódiac junto a Rosa María Recabarren, isleña morena y buenamoza, aros de estrellas y anteojos de sol. Cuando llegó la ola estaba acompañando a un grupo de cuatro españoles en una excursión en un punto de la isla llamado Puerto Francés. El mar se llevó sus carpas; tres se salvaron y uno, Miguel Marín, sigue sin aparecer. Así que estos amigos se adentran en el mar y rodean la isla, lento, mirando al fondo a través del agua translúcida, calipso, creyendo ver algo aquí y acá. Ayer Pedro hizo algo parecido, acompañando a Juan Cristóbal Sotomayor, turista que ha limpiado cada esquina de la isla para encontrar a su polola, Angélica Pérez.

Un pez volador salta por encima del agua. El zódiac da la vuelta y se encamina de regreso al muelle. En medio de los marinos, de los botes, de las toneladas de ayuda que llega desde el continente, se suma al grupo Germán
Recabarren, "nacido y malcriado en la isla", dueño de la empresa turística Marenostrum. Aparece además Willie Martínez, dueño de otra insigne hostería desaparecida, quien también estaba en el agua buscando a su nieto, Joaquín Ortiz. Tenía ocho años y le decían "Puntito". Willie, hombre de la isla, cara curtida por el sol y el tiempo, rumia el nombre de su nieto y se pone a llorar.

Germán Recabarren, Marcelo Rossi y Pedro Niada parten junto a otros buzos y amigos a los escombros donde hasta hace una semana estaba la casa de Willie, y donde hoy los espera Jimena Greene, su mujer, con un Perol, una especie de cazuela de langosta. Todos se sientan entre las maderas, los fierros, las casas retorcidas, a almorzar. Corre un bidón con jugo de naranja.

"¿Nada?", pregunta Jimena. Willie contesta que no.

"Yo creo que el Joaquín se va a quedar en el agua, acompañando a los botes", dice él.
El único cadáver que flotaba en el agua esta mañana era el de un pequeño lobo de mar.

LA OLA

Ni Germán Recabarren ni Pedro Niada tienen casa hoy. Marcelo Rossi perdió todo lo demás, negocios, motos, equipos de buceo. Hace una semana estos tres colegas eran representantes del turismo en la isla, y eran en parte responsables de convertir a Juan Fernández en un destino aventurero internacional. Germán, Pedro y Marcelo se han convertido ahora en damnificados, en rescatistas improvisados de sus conocidos y familiares y en sobrevivientes; los tres escaparon la ola de milagro.

Pedro Niada lo hizo flotando. Desde 1992 que visitaba la isla; le gusta el buceo y su pasión es la fotografía submarina. En el 93 conoció a una argentina de vacaciones en Juan Fernández, Fabiana, y en el 99 se casaron ahí, en un bote en la bahía del Pangal. De a poco montaron una empresa de turismo y hace tres años tenían el Pez Volador. Han criado dos niños en la isla, Dante, de siete años y Luz, de tres. "Lo estábamos pasando tan bien", repite varias veces.

Estaban durmiendo en su casa, junto a su gran amigo Matthew Westcott, cuando Pedro despertó en la mitad de la noche y sintió que todo se movía. No entendía nada. Estaban flotando, casa entera, en el mar. Vinieron los gritos. Era un tsunami.

Tomaron a los niños y cuando se asomaron por una de las ventanas, providencialmente se les acercó un bote. "Yo digo que nos fueron a buscar", dice Pedro hoy, parado en el muelle, dándoles la espalda a los escombros de su casa. Los hombres se tiraron al agua, pasaron a Luz al bote, luego a Fabiana con Dante en la espalda, y cuando ya estaban todos arriba, la embarcación se alejó de la casa. La segunda ola los movió unos trescientos metros más de los que ya se habían desplazado, y terminaron en la playa. Subieron corriendo a refugiarse en altura.

Mientras los Niada flotaban, Marcelo Rossi y su familia estaban con el agua hasta el cuello. Los Rossi dormían en su casa a un lado de la bahía; Marcelo se despertó pasadas las cuatro de la mañana, con el distante sonido de un gong.

En la bahía, con los botes llegando a su casa ubicada a cincuenta metros del mar, daba la alarma Martina Maturana, de doce años, salvando a media isla.

"Otra vez incendio", pensó Marcelo Rossi desde su cama, al escucharla. El sonido, sinónimo de alarma, sonó otra vez. Ahora lo tocaba fuerte el cabo Ignacio Maturana, padre de Martina, quien relevó a su hija.

En la casa de los Rossi, Mónica Quevedo, la esposa de Marcelo, le dijo a su marido que escuchaba muy fuerte el mar. Él se puso una linterna de cabeza, se vistió y salió de la casa, bajando hacia el borde del océano. El mar se recogía rápido, como un río. Partió corriendo a su casa y le gritó a su señora que se estaba saliendo el mar.
Tomaron a los niños y se subieron a su camioneta.

"Ese fue mi error", dice Marcelo hoy, en el tono monótono de quien recita una experiencia traumática.

Estaban los cuatro en su vehículo, cuando se acercó el alcalde, su vecino, para preguntar qué pasaba. El agua les tocó los pies. El alcalde partió corriendo, y Marcelo alcanzó a darle la vuelta al auto y sacar a su hijo de dos años, Alessandro. Fue entonces cuando llegó la ola.

Marcelo y su hijo subieron, como un corcho, con el mar. Pasaron por encima de la camioneta hasta un árbol. Marcelo se aferró a él, y vio cómo Mónica, succionada por el agua, flotaba en un remolino, frente a la camioneta.

"¡La Isabella está adentro!", gritó ella.

Marcelo, desde el árbol, logró llegar a las escaleras de la casa de su vecino y luego subió cerro arriba hasta encontrarlo. Le pasó a su hijo, y bajó a buscar a su mujer y su hija. El agua se había retirado y su esposa no estaba. En la camioneta, mojada y llorando, estaba Isabella, de seis años. Marcelo la sacó como pudo, corrió a dejarla al cerro y bajó una vez más. Todavía faltaba Mónica.

Después de un buen rato gritando su nombre, Marcelo escuchó un débil: "Sí". El agua había arrojado a Mónica en medio del mar, donde había logrado subirse a un techo que flotaba, pensando que su hija había muerto. Marcelo, pensando que si su mujer no lograba salvarse, él no podía dejar a sus hijos huérfanos, se repitió a sí mismo que debía mantener la cabeza fría y no meterse al mar. Le gritó que Isabella estaba viva.

Después de un tiempo eterno, un bote a motor llegó hasta donde Mónica, para llevarla a la orilla. Lo piloteaba su amigo Germán Recabarren, con la cara sangrando y sin ropa.

Germán estaba despierto cuando llegó el maremoto, haciendo un disco isleño en su casa-oficina para despedir a su hijo de 19 años que partía al continente. Tocaron fuerte a su puerta, y cuando se asomó, le gritaron que arrancara, que venía una ola gigante. Él miró las lanchas estacionadas a uno metros frente a su casa, y dijo: "Esto es real".

Pero pensó que estaba a demasiados metros del mar para que llegara fuerte. Le tomó la mano a su hijo y a una amiga, mientras el agua se escurrió lentamente por los pies de su casa. Fue ahí cuando el mar subió de golpe.

"Quedamos flotando, el agua nos arrastró como 50 metros. Yo vi escombros, vi los árboles, palos que se venían encima con una ola negra, de aspecto asqueroso. Emergí como al minuto y medio, al medio de la bahía, sin ropa; esto fue como una lavadora centrífuga full", dice hoy, con puntos cerrándole la herida en su ceja.

Germán logró subir a un bote. Comenzó a escuchar los gritos de la gente, prendió el motor y siguió el origen de las voces, entremedio de un mar lleno de escombros. Había una persona aferrada a un balón de gas, una familia entera en un techo, y en otro, flotando, Mónica, la esposa de su amigo Marcelo.

Cuando a las 6 y media de la mañana, dos horas después del maremoto, volvió a tierra firme, Germán Recabarren la había salvado a ella y a otras nueve personas.

Aún no amanecía; había sido una noche eterna. Recién entonces Germán se dio cuenta que le dolía todo el cuerpo.

LA RABIA

"Ahora no sé qué hacer, estamos súper desorientados", dice Pedro Niada, parado en el muelle, a una semana del tsunami. "Probablemente no van a dejar construir ni una vivienda en el borde costero, no sé si el turismo se va a recuperar y acá va a ser difícil recomenzar, reconstruir algo, porque va a faltar mucha mano de obra. La gente va a estar trabajando en la municipalidad, la Capitanía de Puerto, los servicios públicos, hay mucho que reconstruir". La esposa de Pedro, Fabiana, ya viajó de vuelta al continente junto a sus hijos, para vivir con sus suegros mientras el matrimonio decide qué hacer. Pedro se quedó ayudando y buscando los pocos equipos que recuperan del mar; Germán Recabarren ha decidido quedarse, lo mismo que Marcelo Rossi y su mujer, Mónica, que se pasea por la isla en su uniforme de dentista con una expresión de profundo cansancio; ha tenido que identificar a los cuerpos rescatados por su dentadura.

Hoy el borde costero está regado de escombros y sobrepoblado de marinos que trabajan en la limpieza del lugar.
Las maderas útiles se apilan a un lado, y en otro, las insalvables se queman. Los isleños damnificados cortan árboles y ya comienzan a planear sus viviendas. Christian López, concejal de Juan Fernández, cuenta que todavía no hay decisiones zanjadas respecto a la reconstrucción, pero que probablemente se les recomendará a los habitantes vivir más en altura y dejar la costa para negocios; la escuela provisoria ya tiene su terreno listo arriba de un cerro, y se espera el inicio de clases para el 22 de marzo. Dice además que llegarán casas para los damnificados que no son mediaguas. Isleños más antiguos, como Willie Martínez, dicen que si los dejan, quieren reconstruir sus casas donde mismo no más.

Los habitantes de Juan Fernández comienzan a avanzar. Lo único que los detiene en su resignación son los desaparecidos, las búsquedas y la rabia contra lo que podría haberlo evitado todo: la alarma.

Aún no se sabe bien qué pasó, qué hizo que el suboficial de la Capitanía de Puerto no diera la alarma oficial, sino que después del gong, avisó gritando a algunas casas cercanas. Varios habitantes, incluido el cabo Ignacio
Maturana, llamaron por teléfono a la guardia para avisar las noticias del continente, y nadie contestó.

LAS GANAS

Son las siete de la tarde y Juan Fernández entero parece estar congregado en lo que queda de plaza, frente al mar.
Hay muchas madres con niños pequeños, que acaban de reír a carcajadas con una presentación del mimo Tuga, traído desde Valparaíso para levantar ánimos. Los marinos, cansados, retornan al muelle, y cuando los infantes de marina marchan ordenados, los lugareños en la plaza prorrumpen en aplausos y vítores.

Martina Maturana, convertida en heroína nacional gracias a la hazaña del gong, dejó hace un rato el muelle, junto a su padre, para ir a tomar una avioneta hacia el continente y llegar a la Teletón. La despidió su madre, Millene Gálvez, su pequeña hermana Antonia y su perra Mona. Martina no sabía muy bien qué se va a poner para salir en televisión; "Tanta ropa que me quedó", dijo, con la risa que todo el día le alumbra la cara.

Mientras Pedro Niada habla por celular con sus amigos de Isla de Pascua, en el muelle se cocina un Perol con un cerro de langostas. Los lugareños dicen que harán uno día por medio para los marinos. Los uniformados hacen fila, plato en mano, para disfrutarlo.

Germán Recabarren conversa con los pescadores en el muelle, cerca de las ollas. Según él, el espíritu que los inunda hoy es el de la superación. "No ha sido fácil crecer turísticamente en la isla. Hace sólo 15 años que estamos como bien organizados. Así que ver esta tragedia es doloroso, pero no desestimulante, estamos todos con las pilas puestas para hacer todo mejor", dice. "Yo perdí dos sobrinos, es más triste que la cresta, y ahora nos estamos tirando al agua para buscar los cuerpos de nuestros parientes. Pero es lo que corresponde hacer".

Marcelo Rossi conversa con los comandantes de las fragatas Latorre y Condell. Saca dos fajos enormes de dólares y de pesos de sus bolsillos: Hace un rato, un cabo de la marina ha encontrado entre los escombros su caja fuerte, con cuatro millones de pesos adentro. Aunque estaba abierta, no faltaban ni cien pesos. Marcelo sonríe, de oreja a oreja, por primera vez en el día.



TEXTO Isabel Plant, desde Juan Fernández. Diario La Tercera

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